domingo, 14 de mayo de 2017

EL DÍA DE LAS CONCHITAS

     En el mes de agosto yo acababa de cumplir mis ocho añitos, a finales de octubre de ese 1940 mis padres habían resuelto aceptar el consejo del doctor Gustavo del Castillo quien era nuestro médico familiar, quien pensaba que era conveniente que me operaran de las amígdalas (vulgo: anginas), porque de ello me enfermaba muy seguido y había el riesgo de llegar a caer en una fiebre reumática.

     Así fue que mis padres hablaron con el cirujano que fue recomendado, doctor Roberto Larragoiti y ya de común acuerdo, se fijara la fecha para la operación. 

     No obstante mi corta edad, yo alegaba que por que me iba a operar ese doctor que yo ubicaba en su consultorio atendiendo a sus pacientes. La respuesta fue en base a que en aquellos días y específicamente en Puebla no era fácil contar con un médico dedicado únicamente a la cirugía y aparte el tal doctor Larragoiti estaba considerado como un buen cirujano.

     Así pues, llegó la fecha. Mi papacito sufría al parejo de mi y para consolarme me prometió que después de la operación el rentaría un auto de los llamados “Libres” que hoy conocemos como Taxis y que en ese entonces no ruleteaban sino que los localizaba uno en su correspondientes sitios, para que yo lo manejara en algún lugar fuera de la ciudad. El conocía muy bien a un chofer de apellido Pantoja del Sitio “El Gallito” que poseía un Chevrolet del año 37 que estaba como nuevo y que en dos o tres ocasiones mi papá le había rentado sin chofer por una mañana y hasta por uno o dos días.

     Esa estrategia de mi señor padre creó en mi una gran ilusión porque yo me volvía loco por manejar y realmente no tenía ningún problema para operar un auto estándar de clutch y velocidades manuales que eran los de uso común, pues los automáticos se hicieron presentes a fines de los cuarenta, principios de los cincuenta. 

     Asi es que lleno de la ilusión que me provocó esa promesa y llegada la fecha, ingresé muy dócil y muy bien dispuesto al Sanatorio Cruz y Celis en donde la particularidad era tragar cloroformo desde que entraba uno uno al edificio.

     La operación se llevó a cabo y la verdad es que lamento que haya estado mal operado porque éste Larragoiti, según la posterior opinión de nuestro doctor, me dejó unos residuos de mis anginitas que me provocaban inquietud y nauseas como si fueran unas antenas que a veces y con gran facilidad me hacían caer en el vómito y de eso podía dar fe el dentista de la familia a quien sin poderlo evitar si le llegué.

     Mientras me recuperaba, mis padres continuaron con la organización de mi primera comunión. 

     Además de ir al catecismo para cumplir con esas ineludibles condiciones de la preparación religiosa, me probaban el tacuchito muy blanco con solapas brillantes que me mandaron hacer. 

     Así llego la fecha y desde dos días antes mi mamacita se puso a preparar todo lo relacionado con los adornos, las mesas, las sillas, los manteles, la vajilla, las flores blancas, el atole, el chocolate y sobre todo los tamales que para ella eran muy laboriosos, le quedaban muy sabrosos los condenados, los hacía costeños, rojos, verdes y rosados los de dulce. El 8 de diciembre, por cierto día del Santo de Conchita mi madrecita, me vestí con mucha ilusión y un poco incómodo porque era la primera vez que me ponía una camisa, de cuello almidonado y un poquito ajustado, corbata, mi traje, calcetines, zapatos y lazo en un brazo. 

Templo de La Compañía de Jesús
     Llegamos al hermosísimo e impresionante templo de la Compañía en donde los Jesuitas eran los dueños de semejante changarro. El sacerdote que oficiaría era el Padre Sainz, que tenía un genio de la patada. Por fin llegué a mi reclinatorio, al lado de mi padrino que era mi abuelito Enrique y muy puntualmente la misa empezó.



     Yo me sentía fuera de onda, me sentía muy raro vestido de inmaculado blanco, confeccionado con telas muy sedosas que me provocaban "ñáñaras" y que no se parecían a lo que yo usaba, el humito y el olor que producía mi cirio ardiendo a una cuarta de mi nariz, el cuello de mi camisa que me apretaba, el olor perfumado de no se cuantos cientos de alcatraces y para acabar con mi estado de ánimo ya muy afectado, el condenado y malhumorado padre Sainz que se bajó del presbiterio y me comenzó a aventar humo y más humo producto de su incensario que columpiaba mientras quien sabe que tanto rezaba en latín y no se para qué, ni nunca lo sabré, me veía con una mirada de entre odio, rechazo y repugnancia como si yo fuera el mismísimo satanás o como si fuera pariente de Maximino Ávila Camacho que allá en Puebla ya era popular como un inclemente asesino.    

     Después de la ahogada con el humo del incienso que seguramente lo usan para  ahuyentar a los demonios a la hora de la comunión, el santo y déspota padrecito se me dejó venir para darme la sagrada hostia y entonces fue que estalló lo que se llama un super sainete que dejaba chico a Rigoletto.

     El tal ministro malhumorado se plantó enfrente de mi luciendo en ese como jorongo tieso y adornado con mucho oro, plata, bronce, latón, zinc, estaño y demás metales bien brillantes así como una bola de cordones, pompones y lazos que adornaban sus santas vestiduras eclesiásticas que fácil compiten con cualquiera de los trajes de luces de Manolete, Armillita o de Lorenzo Garza en sus mejores tardes. Tomó la hostia con la diestra, dijo no se que tanto en latín y pretendió ponerla en mi boca.

     Lo juro ante toda la corte celestial, incluyendo al sacón de Poncio Pilato y a Judas Iscariote antes de que se volviera malo, que no pude dominar mi impulso de vomitar al abrir la boca.

     El padrecito Sainz automáticamente regresó la hostia al copón, a la vez que daba un saltito hacia atrás como esquivando el conato de vómito que afortunadamente no cuajó y esto por la sencilla razón de que en aquellos tiempos, no podía uno llevar absolutamente nada al estómago a partir de la noche anterior, razón por la cual yo no tenía nada que ofrecer.

     El curita muy sacado de onda e innegablemente molesto, me lanzó otra fulminante mirada de desaprobación combinada con un muy cristiano repudio y se volvió a acercar y volvió a ofrecerme la comunión y yo otra vez tuve el instinto de volver el estómago pero sin mercancía alguna. El piadoso cura me dijo hasta la despedida con su mirada de Mefistófeles bien muino y regreso al altar, terminó los rezos que faltaban para terminar con la Santa Misa, guardó los ornamentos dio la acostumbrada bendición y se esfumó entrando a la sacristía.

     Entonces vino el segundo acto, mi abuelito Enrique que estaba fungiendo como mi padrino, estaba muy consternado y muy enérgicamente me tomó muy firmemente del brazo y me advirtió: vamos a ir a la sacristía y le voy a rogar al padre que te perdone e intente una vez más pero TIENES QUE DOMINARTE, HAZLO POR LO QUE MAS QUIERAS!!!!!!!!!! Así es que nos dirigimos a la sacristía y al pasar frente a la primera banca donde estaban situados mis padres y mis hermanas, mi mamacita me dijo: Por favor hijito de mi alma… no seas malito, no seas asi,... los tamalitos, mijito, los tamalitos. A la vez mi papá secundaba a mi mamá diciéndome: Acuérdate del Chevrolet del señor Pantoja.

     A mi me dio entre risa y complacencia, les guiñé un ojo y contra la voluntad del señor cura pude comulgar. Mi abuelo salió de ahí sonriendo dando a entender que todo estaba bien y como si nada hubiera pasado nos trasladamos a casa para disfrutar del atole, del chocolate y de los tamalitos.

Los Tamalitos de doña Conchita, costeños y de los otros    
     El domingo siguiente mi papá cumplió su promesa y en un lugar cercano a Puebla llamado Amalúcan, me encargué de consumir casi por completo la gasolina del famoso Chevrolito del 37. 

Así era el “Libre” del Sr. Pantoja en el Sitio de “El Gallito”    

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