Se avecinaba el 1 de Diciembre de 1964, día de la transmisión del poder presidencial de don Adolfo López Mateos a don Gustavo Díaz Ordaz. En la constructora donde yo trabajaba, mi jefe muy contrariado se jalaba los dieciséis pelos que le quedaban. Le habían encargado hacer todo lo necesario para esa importante ceremonia que debía efectuarse en el gran foro del Palacio de Bellas Artes.
De cualquier modo tuvo que aceptar el encarguito y él simplemente me lo encargó a mi. Acudí de inmediato a entrevistarme con la arquitecta Ruth Rivera, hija del gran Diego, quien fungía como jefa del Departamento de Arquitectura de ese Instituto
Ella, a quien ya conocía con anterioridad, me advirtió que contábamos con poco tiempo para desmontar dos filas de butaquería, construir la rampa de acceso al foro, el gran presidium con sus correspondientes escaleras, y unas graderías especiales para los gabinetes entrante y saliente, mucha alfombra por colocar, mucha madera por barnizar, molduras por dorar, escudos por instalar, una enorme bandera por elaborar y colgar, etc., etc.; analizamos los planos y me los entregó y con un beso de amiga y un: Buena Suerte colega, se despidió y desapareció.
A partir de ese momento, la responsabilidad era nuestra, (yo la sentía muy mía), nos dedicamos a adquirir todo el material que pudiera necesitarse, a reunir al grupo de carpinteros, ebanistas, electricistas, barnizadores, doradores, colocadores de alfombra y hasta costureras y les fuimos dando entrada de acuerdo al orden y avance de los trabajos.
Llegó el día, yo presencié la ceremonia entre las cortinas laterales del foro a las que por error la gente les llama bambalinas. La ceremonia que fue muy seria y muy impresionante al fin y al cabo terminó.
Los Presidentes entrante y saliente abandonaron juntos el formidable recinto y abordaron el Mercedes Roadster convertible negro dispuesto para uso del Presidente.
En seis ó siete minutos el Teatro se quedó totalmente desocupado, en medio de un intenso silencio solo se escuchaban los clarines de los cadetes que abrían paso con dirección al Palacio Nacional.
Totalmente exhausto por la presión de esas tres semanas, se me antojó sentarme en el sillón que unos cuantos minutos había ocupado el expresidente López Mateos y al poner mis manos sobre la cubierta que tuvieron enfrente se me ocurrió despegar el paño color vino que la cubría. La hice un rollo, la coloqué bajo mi brazo y salí del Teatro.
Años después, tuve la suerte de realizar una obra para la familia Díaz Ordaz y en una conversación con don Gustavo se lo conté. El rió y me dijo: Ese paño debe tener el sudor de mis manos porque yo me aventuré a pronunciar mi protesta de memoria. Por que no me lo trae y se lo firmo… y se lo llevé y lo firmó y lo conservo con mucho gusto.
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