martes, 15 de julio de 2014

DON ADOLFO LÓPEZ MATEOS

El Licenciado Adolfo López Mateos, (26 de Mayo de 1908 - 22 de Septiembre de 1969) Presidente de la República del  primero de diciembre de 1958 al 30 de noviembre de 1964 igual que a la mayoría de los mexicanos, me caía muy bien. Era muy jovial y se desarrollaba en una forma muy cordial en el desempeño de su importante cargo e investidura.




Adolfo López Mateos, joven

     Por otro lado, no podía ocultar que al margen de su investidura, le gustan los autos de buena familia y si eran veloces, o muy veloces, pues mejor. Eran conocidas sus travesuras de que manejando su Maserati súper deportivo ó sus exclusivos modelos de la Ferrari y de la Mercedes Benz, se les escapaba a sus escoltas que difícilmente podían cumplir con la comprometida tarea de cuidarlo. 

También era bien sabido que desde muy joven le gustaba la caminata, a finales de 1926, cuando contaba con dieciséis años, partió con un grupo llamado EIME desde el zócalo de la ciudad de México para llegar después de setenta días al centro de la ciudad de Guatemala. También le gustaba mucho el Box a cuyas funciones asistía sin problema de ninguna especie; pero lo que más disfrutaba haciendo uso de su simpatía y singular galanura, conquistar la aceptación de algunas bellas mujeres.

Así  transcurrió el sexenio de tan querido Presidente. Lo que por su propia voluntad se tuvo  en reserva durante la última etapa de su gobierno fue que sufría de constantes y muy fuertes dolores de cabeza con grado de migrañas.

El Presidente Gustavo Díaz Ordaz le pidió que aceptara el encargo de operar el Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de 1968 pero don Adolfo tuvo que declinar la invitación por los males que le aquejaban quedando el compromiso en manos del Arq. Pedro Ramírez Vázquez.

Don Adolfo, en manos de sus médicos P. Beltrán Goñi y G González Mariscal, solicitó al eminente doctor William Poppen de Boston que le atendiera. El doctor Poppen acudió y diagnosticó que don Adolfo sufría de siete aneurismas cerebrales y no obstante las pocas esperanzas de lograr un completo alivio, procedió a operarlo en el Hospital Santa Fe de la Ciudad de México.

Cuando el licenciado López Mateos comenzó a sufrir más intensamente las consecuencias de su problema cerebral, tuvo que afrontar ciertas reacciones que le eran muy tristes y muy incómodas. Primero, dicho en términos coloquiales, se le cayó un parpado, después se le presentaron problemas para caminar y lo hacía con el deseo de sobreponerse pero arrastrando la pierna que ya no funcionaba adecuadamente.

Con el deseo de hacerle más fácil o menos difícil la necesidad de moverse dentro de su casa de allá de la avenida San Jerónimo 247, se le propuso a la familia instalar un elevador de tipo domestico para acortar el recorrido de su despacho biblioteca en planta baja a su recámara en la planta alta que afortunadamente coincidían verticalmente.

Esa obra, esa instalación, le fue encargada a la constructora en donde yo prestaba mis servicios y justamente fue a mi a quien se encargó semejante compromiso. Con la anuencia de doña Eva Sámano, esposa de don Adolfo, iniciamos de inmediato la obra con la idea de acortar los tiempos y desarrollarla con la idea de no causar molestias de ruido y polvo. Afortunadamente logramos hacer la obra para la instalación en un mínimo de tiempo en coordinación con la compañía que fabrica los elevadores.


Valiéndome de la relación que logré hacer con la persona que cuidaba de cosas muy personales de don Adolfo, ya casi al final de la obra, me atreví a enviarle mis sinceros saludos y deseos de recuperación junto con la solicitud de que me obsequiara una fotografía dedicada.


Con sorpresa y casi inmediatamente recibí la fotografía enmarcada en piel con el escudo nacional grabado en dorado y con la disculpa de que no iba firmada pero, por otro lado me obsequiaba una banderita nacional con el escudo bordado en hilo de oro y cuya asta está fija a una base de madera que era una cajita de música que hasta la fecha toca el himno nacional. Ese es un recuerdo que guardo con mucho cariño y gratitud.


Pasados unos meses,  el 22 de septiembre de 1969 a las 4.30 pm, México entero recibió la triste noticia, había muerto un gran mexicano, un buen presidente, un simpático y cordial amigo, don Adolfo López Mateos. La capilla ardiente, en su propia casa de la Avenida San Jerónimo 427.

A mi en lo particular me causó un auténtico sentimiento de pena pero a la vez sentía que ya era justo que el descansara y que doña Eva, Avecita y su esposo y el resto de la familia López Mateos alcanzaran la paz y la tranquilidad porque ya era muy largo el tiempo en que todos se encontraban sufriendo esa irremediable situación. El jefe se encontraba en total estado vegetativo, con muerte cerebral y conectado a un aparato respirador.

Yo quise asistir a la capilla ardiente pero para evitar hacerlo en un momento inoportuno en que acude tanta y tanta gente, preferí hacerlo ya cerca de la media noche. Así es que mi esposa Cristy y yo arribamos a la casa de la familia López Mateos y efectivamente, además de los familiares que en torno a doña Eva estaban situados en un determinado lugar del velatorio, las personas que deseaban visitar la capilla, estaban haciendo una fila y no había más de cincuenta esperando que quién controlaba el orden les permitiera pasar.

Yo me dí cuenta que había otra fila más corta y era la que formaban las personas que deseaban hacer una guardia y ahí nos formamos. A escasos minutos de haber tomado nuestro lugar, llegaron dos personas más y se situaron atrás de nosotros. Se trataba nada menos que Miguel Ángel y José Ángel, los Cuates Castilla que posiblemente después de alguna presentación quisieron hacerse presentes.

Cuando nos tocó en turno hacer la guardia de unos quince minutos, tomamos nuestro lugar, en el lado derecho del ataúd, Cristy adelante y yo atrás, en el 0lado izquierdo, los Cuates Castilla. Habían transcurrido más o menos unos tres minutos cuando ingresó a la capilla un grupo de cuatro personas que se dirigieron directamente a la caja mortuoria y al advertir que iban a abrir el ataúd porque se trataba del escultor José María Fernández Urbina que a invitación y acompañado por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez procedería a elaborar la mascarilla del rostro de don Adolfo, Cristy y yo dimos un par de pasos hacia atrás para dar lugar a que estas personas se situaran frente al féretro, pero prácticamente conservamos nuestra posición pudiendo tener la oportunidad de ver los restos de tan querido personaje de cuerpo entero.

El escultor Fernández Urbina, cuarenta y un años antes había sido encargado de hacer la mascarilla del general Álvaro Obregón.

 Después de los sentidos funerales, continuó pasando el inclemente tiempo y resulta que en una ocasión en que veía el noticiero 24 Horas de Jacobo Zabludovsky, se refirió como lo hacía casi diariamente, a un libro que estaba próximo a salir a la venta con el nombre de Destino y Esplendor de Adolfo López Mateos, escrito por Antonio Luna Arroyo. Yo tome nota del nombre del libro y del autor y días después empecé a buscarlo en Gandhi, en Sanborn’s, en Librería de Cristal, en Porrúa, etc. y no lo tenían. Dejé pasar un par de semanas y volví a buscarlo sin buenos resultados.

Después de varios meses de búsqueda y al comprobar que en ninguna de las librerías sabían nada de el e ignorando de que casa editorial se trataba, me decidí a buscar al autor licenciado Antonio Luna Arroyo.

Primero, recurrí al directorio telefónico, sección blanca, después la amarilla, y ahí, en abogados, encontré la dirección de su despacho en las calles de República del Salvador y ahí fui. Me encontré con un edificio medio en ruinas que seguro contempló muy de cerca las luchas revolucionarias.

Subí al Segundo piso y ahí el número del despacho. Ingresé y me atendió un solitario y triste ser humano, se trataba de una muy educada anciana, segurito señorita, que me preguntó que se me ofrecía. Le dije que deseaba hablar con el licenciado Luna Arroyo y ella me dijo que estaba en Europa y que todavía iba a tardar unas tres o cuatro semanas en volver, pero que se me ofrecía y le dije que había buscado el libro sobre el Presidente López Mateos y que en ningún lado lo encontraba, a lo que ella contestó: ni lo va a encontrar porque sabe usted que parece ser que jamás saldrá a la venta.

Yo le pregunté que por que razón y me aclaró que el licenciado y la señora López Mateos no se habían puesto de acuerdo en no se que. Entonces le pedí que me hiciera favor de venderme un ejemplar y me contestó con un rotundo no, no estoy autorizada ni creo que el licenciado acceda a vendérselo. Los libros están congelados.   

Acto seguido, se levantó de su viejo sillón ejecutivo y abrió la puerta del cuarto contiguo invitándome a que me asomara para ver un verdadero  espectáculo: se trataba de enormes pilas de treinta y dos libros de base,  que asentados en las viejas duelas de madera apolillada se levantaban hasta una altura aproximada de dos metros, dejando entre pila y pila  un pasillo para poder moverse entre ellos.

Yo asombrado y sinceramente angustiado le expresé que eso era una barbaridad. Si cada pila estaba formada por cincuenta capas de treinta y dos libros de cuatro centímetros de grueso y con un peso aproximado de medio kilo por libro, resulta que cada pila significaba ochocientos kilos y eran, según me pude asomar, seis pilas que arrojaban una carga total de casi cinco toneladas actuando sobre un viejo piso de vigas y duelas de madera con cien años de edad.

Pues resulta que mientras yo contaba las capas de libros y hacía mis multiplicaciones, sonó el teléfono y la dama se disculpó para atender la llamada dejándome solo y muy ocupado haciendo mis cuentas. Esos veinte segundos bastaron para oír los sabios consejos del mismísimo Lucifer y así fue que me permití tomar un ejemplar de los de hasta arriba y procedí a acomodarlo dentro de mi pantalón, en la parte posterior donde la espalda se convierte en trasero, todo ello muy encubierto y disimulado por la chamarra que llevaba puesta en esa ocasión.

Así que volviendo a la conversación con la antigua  señorita le dije: Por favor, déle mis saludos al licenciado Luna Arroyo y dígale que esperaré el tiempo que sea necesario para poder adquirir su libro que tanto me interesa y que me voy muy preocupado por el gran riesgo que está vigente por la enorme carga sobre un viejo piso que en cualquier momento se puede venir abajo afectando sus bienes y exponiendo la vida de las personas que trabajan en el piso de abajo.

Le dejo mi tarjeta y por favor comuníquele que creo que debe tener en cuenta mi opinión pues tengo más de diez años de ejercer mi profesión de arquitecto. Me agradeció, me despedí y me apuré en llegar a la calle para sacar el codiciado ejemplar antes de que se mayugara.


El tan deseado y hurtado libro lo leí con mucho interés y entre otras cosas, me impresionó leer en la página 137 la narración de cuando el escultor acude a sacar la mascarilla según referí anteriormente. También me dio gusto encontrar en la página 464 en la parte dedicada a los mensajes de condolencia emitidos por muy diversas personas, desde simples ciudadanos admiradores hasta presidentes y reyes de distintas partes del mundo,  un acróstico dedicado y firmado por don Humberto Abaroa Valdés, mi señor padre.

Así fue que siguió pasando el tiempo, Avecita estaba casada con Carlo Zolla, un joven italiano dueño de una afamada pastelería. Tuvieron la dicha de procrear a su hijita de nombre Giuliana, en honor de la reina de Holanda, linda señora amiga de la familia y precisamente cuando esta nenita estaba próxima a nacer, Sergio Bologna, que además de ser mi amigo era mi súper proveedor de mármol y que sabía de mi aventura por conseguir el famoso libro robado y que coincidentemente llevaba una estrecha amistad con su paisano Carlo Zolla, con su esposa Avecita y con doña Eva, nos invito a mi y a mi esposa Cristy a cenar a su casa para que conociéramos a las señoras López Mateos y Zolla.

Estuvimos puntuales y agradecidos en la casa de los Bologna y después de las presentaciones de rigor mi esposa Cristy le entregó al matrimonio Zolla unas prendas de vestir para la bebé que ya llamaba a la puerta.

En seguida disfrutamos de la botana y de los típicos aperitivos sin faltar el magnífico vino italiano para pasar después a la mesa, concediéndome la distinción de sentarme al lado de la señora viuda del presidente López Mateos. La cena transcurrió y ya para los postres, mi amigo Sergio me sorprendió cuando sin una introducción adecuada, le advirtió a doña Eva que yo le quería pedir un favor.

Yo me quedé helado y le dije que efectivamente le quería rogar que me autografiara un libro que me había tenido que robar porque no estaba a la venta y yo deseaba tenerlo por la gran simpatía que sentía por don Adolfo y por toda su familia. Aproveché en desviar un poquito la conversación y expresé que durante el gobierno de su esposo yo había construido un buen número de escuelas que fueron inauguradas por él durante sus giras de trabajo.  

También les hice saber que el elevador que se instaló en su casa, de la biblioteca a la recámara, fue una obra que tuve a mi cargo y que la hice con gusto y cuidado pensando que le ayudaría al licenciado dadas sus limitaciones.

Total que doña Eva me dijo: Bueno y donde está el libro?...yo me levante y tome el libro que había dejado sobre el bufete y volví a la mesa con el libro en las manos. Hasta ese momento el libro era irreconocible pues yo lo había mandado empastar en piel, entonces, rompí el misterio expresando:  Señora, este libro no va a salir a la venta, yo supe de el por los comentarios de Zabludowski en su noticiero, lo busqué por meses y meses, entonces me decidí a ir a buscar al autor, di con sus oficinas y aprovechando una distracción de su anciana empleada, tuve a bien robármelo y aquí está. Yo le rogaría que usted me hiciera favor de escribir unas líneas que yo sabré guardar como un verdadero tesoro.


Ella lo abrió comprobó que atrás de la cubierta de piel estaba la original y me dijo: lo voy a hacer con mucho gusto pero me va a permitir que me lo lleve y ya después se lo enviaré. Le agradecí y le entregué mi tarjeta con dirección y teléfono.

Ya para concretar, expresé que en determinada página, aparece impreso un sentido acróstico que mi papá que gustaba de la poesía dedicaba a su memoria.

En seguida y dada la hora, llegó el momento de despedirnos, a doña Eva le hicimos sentir que nos llenaba de gran gusto el haber tenido la oportunidad de conocerla y a Avecita y Carlo lo mejor para la nenita que con tantas ansias esperaban, a mi amigo Sergio Bologna y su linda esposa nuestra gratitud por habernos recibido. Cuando abordamos nuestro auto yo pensé: adiosito a mi libro que con tantas emociones había conseguido.

Así fue que pasaron unos ocho días cuando de repente alguien llamó a la puerta, se trataba del chofer de doña Eva que me entregaba en propia mano el famoso libro de parte de la señora López Mateos. Después del gran gusto que me dio volverlo a poseer, lo abrí y con gran satisfacción leí lo que doña Eva escribió de puño y letra:

Para el Sr. Gabriel Abaroa Martínez que conoció la obra realizada por el Presidente López Mateos y que supo valorarla, sabiendo que para ello fue necesario todo su esfuerzo físico, su capacidad intelectual unido a su profundo amor por México.   Eva S. de López Mateos


Con ésta dedicatoria pensé que terminaba el capítulo del libro, pero no fue así, resulta que después de algunos añitos, para ser preciso once, conversando con mi amigo el General Juan Arévalo Gardoqui que en esos días fungía como Jefe de la Primera zona Militar con sede en Palacio Nacional y que años atrás había sido Jefe de ayudantes del Presidente López Mateos, mientras disfrutábamos de una  buena taza de café en la terraza de su casa, le conté sobre mi aventura.

El General escuchó mi increíble historia y después expresó: Yo no supe de ese libro, no se por qué Antonio Luna Arroyo nunca me comentó algo sobre el caso. Entonces le prometí que yo se lo llevaría para que lo conociera y lo leyera.

Así fue y a los dos o tres días se lo llevé con mucho gusto pero  me sorprendió por la forma en que me agradeció que le obsequiara tan valioso ejemplar. Armándome de valor y con mucho tacto,  le aclaré que solo se lo estaba prestando puesto que era para mi un verdadero tesoro y además dedicado a mi por la exprimera dama, la viuda de López Mateos.

La reacción de don Juan me volvió a sorprender, pues me dijo que mejor me lo llevara porque se venían días difíciles y no iba a tener tiempo ni para leer el periódico. Ese fue un mensaje con el que me estaba diciendo que en breve sería nombrado Secretario de la Defensa Nacional por el Presidente electo Lic. Miguel de la Madrid Hurtado.

Efectivamente, no tardó mucho en llegar el día en que tomó posesión don Miguel como Presidente de la República y don Juan como Secretario de la Defensa Nacional.

Entonces me surgió la idea de ir a buscar a don Antonio Luna Arroyo, si es que todavía vivía y no tardé en comprobar que ya no tenía su despacho en las calles de República del Salvador pero que su residencia se localizaba en pleno San Ángel cerca del famoso templo de San Jacinto y justo ahí me dirigí.

Serían las doce del mediodía cuando llamé a la puerta de la vieja pero bien conservada casona, salió a atender la llamada una bondadosa señora que se adivinaba como la añeja  cocinera oficial de la familia, le dije que si podía hablar con don Antonio a la vez que le daba mi tarjeta. Me pidió que esperara y después de unos tres o cuatro minutos, me pidió que pasara.

Así lo hice, primero ingresé a un portal, después a una antesala y en seguida a la sala formal. Me pidió que me sentara y esperara. La sala estaba plena de muebles, objetos y cuadros que databan de muchos años atrás.

De pronto apareció un señor muy amable que ya llevaba unos ochenta años  encima y en una forma muy cordial, me tendió su diestra diciéndome: como está usted arquitecto Abaroa, en que le puedo servir? ….a lo que yo contesté, don Antonio, me da mucho gusto conocerlo y le suplico me disculpe por presentarme en su casa sin previo aviso, pero la verdad no se me ocurrió como hacerlo porque antes recurrí a su despacho del centro de la ciudad y ya no existe.

Mire usted, la verdad es que soy amigo del General Juan Arévalo Gardoqui y hace unos días, conversando con el y con otras personas salió a la conversación un libro que usted escribió sobre nuestro querido Presidente López Mateos y don Juan expresó que le hubiera gustado poseerlo pero que nunca lo pudo conseguir.

Entonces, a mi se me ocurrió intentar conseguírselo y decidí localizar y recurrir al autor que es usted y aquí me tiene. Acto seguido, don Antonio me preguntó como estaba Juanito a quien recordaba con mucho aprecio. Me pidió que tomara asiento y salió de la sala. En unos minutos volvió trayendo en las manos dos ejemplares del famoso libro a la vez que me decía: Mire usted, le ruego entregue éste ejemplar al señor General  junto con mis más cordiales saludos y éste otro es para usted por su empeño y por el afecto que me dice profesa a nuestro gran presidente López Mateos. Los dos van dedicados, su nombre lo copié de su tarjeta.


Le agradecí muy sentidamente, me despedí y ya a bordo de mi auto me dije:
Que barbaridad, de haber sabido, no hubiera tenido que recurrir a tan vergonzoso y arriesgado robo.

Ahora lo que sigue es poner en manos del ex Jefe de Ayudantes del Presidente López Mateos el ejemplar que le fue dedicado y el otro, también dedicado, a ocupar su lugar en uno de mis libreros a un lado del que tiempo atrás tuvo en sus manos doña Eva Sámano, viuda de don Adolfo López Mateos.                          



3 comentarios:

  1. gracias por tus crónicas, son de gran valor. En lo personal, tengo la dicha de contar aún con mi abuelo que nació en 1920 y me platica anécdotas de varios sexenios, incluyendo el de López Mateos. Por favor no dejes de contarnos tus anécdotas, el ejemplar que tienes del libro es sin duda una joya.

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    1. Estimados amigos,
      Muchas gracias por su comentario.
      Saludos,
      Arq. Gabriel Abaroa Martínez

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  2. Excelente anécdota Arq. Abaroa, y supongo un verdadero agasajo leer el ejemplar, pero sabe usted si alguna vez habrá la posibilidad de que vea la luz ese libro?. Sería una delicia leerlo; y mientras tanto, seguir buscando anécdotas como la suya para deleite de leectores entusiastas y enamorados de la historia de nuestra nación.
    Saludos afectuosos.
    Atte. Eduardo Bañuelos.
    P.d. Dejo mi correo por si tiene noticias al respecto del libro. baejeduardo@hotmail.com

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